Hablar de “energía” a veces suena abstracto, pero la realidad es que todos la sentimos cada día. Notas cuando una persona te transmite calma, cuando un lugar te abruma o cuando algo “no te vibra bien”. Ese lenguaje interno es energía en movimiento, y el Reiki trabaja justamente con esa dimensión invisible que influye en nuestro bienestar.
La energía actúa como un río que recorre el cuerpo. Cuando fluye sin bloqueos, te sientes ligera, clara y conectada. Cuando algo se estanca —por estrés, cansancio, emociones no procesadas— empiezas a notar tensión, ruido mental, irritabilidad o falta de equilibrio. El Reiki ayuda a disolver esos nudos energéticos devolviendo armonía al sistema.
¿Cómo lo hace? A través de la atención consciente, la presencia y la transmisión de energía universal por medio de las manos. No es una fuerza extraña ni misteriosa: es la misma energía vital que sostiene la vida y que todos percibimos de distintas maneras. El practicante no “da” su energía, sino que canaliza una energía más amplia, más limpia y más neutral.
Cuando recibes Reiki, no importa si entiendes la teoría. Tu cuerpo lo reconoce. Se activa el sistema nervioso relajado, tu respiración se profundiza y entras en un estado de calma que permite que la energía se reajuste. Es un trabajo suave pero profundo, como si alguien ordenara tu interior sin forzar nada.
Al final, la energía actúa siempre a favor de tu equilibrio. Solo necesita que le abras un espacio. El Reiki es ese espacio.