Muchas personas sienten curiosidad por el Reiki, pero no saben qué esperar en una sesión. Imaginan rituales complejos o técnicas extrañas, cuando en realidad la experiencia es sorprendentemente sencilla, cálida y natural.
Una sesión de Reiki comienza siempre con un momento de bienvenida. El practicante te pregunta cómo estás, qué necesitas y cómo te gustaría sentirte. No hace falta compartir grandes detalles: basta con tu intención. Después, te acomodas en una camilla o en un sillón, sin quitarte la ropa, y cierras los ojos para entrar en un espacio de calma.
El practicante coloca sus manos suavemente en distintas posiciones o las deja a pocos centímetros del cuerpo. No manipula ni presiona: simplemente sostiene, escucha y acompaña. Cada posición trabaja una zona energética concreta —cabeza, pecho, abdomen, piernas— para facilitar que la energía fluya de manera natural.
Durante la sesión puedes sentir calor, hormigueo, vibración, frío o simplemente una profunda relajación. Algunas personas ven colores, otras se duermen, otras notan emociones que se liberan. No hay una experiencia correcta: cada cuerpo responde según lo que necesita.
La sesión termina con unos minutos para volver despacio y compartir lo que hayas sentido si te apetece. Muchas veces no hace falta hablar: el cuerpo ya ha hecho su trabajo.
Lo importante es que te vayas más ligera, más centrada y con una sensación de equilibrio interno. Eso es lo que hace del Reiki una herramienta tan valiosa: te devuelve a ti misma.